Dice François de Malherbe que
“la mujer es un mar de naufragios fatales”. Lo dice en 1604, pero la afirmación
sigue provocando hoy amargas sonrisas de coincidencia entre los propensos a
considerar universales sus desdichas y generales sus aprensiones.
El nombre del poema donde Malherbe
escribe el verso es revelador, Aux ombres
de Damon (A la sombra de Damón),
porque parece referirse a aquel monstruo marino de la mitología griega capaz de
matar con la mirada (como las Gorgonas).
Por obvias razones, no
coincido con la metáfora del poeta francés. Sin embargo, encuentro en ella
una manera de resumir la desgracia de Immanuel Rath, personaje principal de Professor Unrat, novela de Heinrich Mann
publicada en 1905 y llevada al cine por Josef von Sternberg, con el título de El ángel azul.
La magistral transformación
de Emil Jannings y el encanto de Marlene Dietrich, hacen de esta película una joya
dramática. Sin embargo, el valor de la cinta no se reduce al excelente trabajo de
los dos actores principales, sino que incluye los decorados, la iluminación y el
trabajo fotográfico…
Aunque en 1930 el cine
expresionista alemán había dado ya sus mejores piezas (Nosferatu, de Friedrich
W. Murnau; Doctor Mabuse y Metrópolis, ambas de Fritz Lang; y El gabinete del doctor Caligari, de
Robert Wiene), todavía podemos incluir ciertos aspectos de El ángel azul en esta corriente, que encontró en la subjetividad una
estética particular: la realidad atrapada en las redes de la deformidad
onírica.
La historia transcurre
tanto en paisajes urbanos oblicuos y asimétricos como en interiores opresivos (la
casa del profesor, el camerino de Rosa Fröhlich/Lola-Lola, el escenario del
cabaret, la escuela misma). Anomalías arquitectónicas y ambientes asfixiantes,
sórdidos, cuya intencional estrechez escenográfica obliga a los personajes a caminar
de lado y a percibirse mutuamente los alientos. Es el encarcelamiento físico que
lleva a la degradación espiritual e incluso a la muerte, tanto presagiada por
el cadáver del canario del profesor Rath como subrayada por la inopinada,
recurrente y conmovedora aparición de un payaso melancólico (Reinhold Bernt).
Es la historia de una
reclusión semejante a la vivida por el Raskolnikov de Dostoievski, pero es
también el drama de una vejación, la que se inflige a sí mismo el profesor Rath
a partir del festejo de la boda, donde es incitado por el cloqueo de Lola-Lola a
imitar el canto del gallo como caricatura de su virilidad (más tarde, en el
total envilecimiento y convertido en un payaso decadente cuya mirada expresa
odio y cólera contenida, Rath repetirá su imitación del gallo, pero ya sin la
gracia del festejo nupcial: lo que vemos ahora es el patetismo de un ser
abyecto).
El espectáculo de Lola-Lola
en el Blaue Engel está muy lejos de la danse
sauvage de Josephine Baker (prohibida en Múnich un año antes), pero muy
cerca o definitivamente en el centro de un erotismo vaporoso que renueva el
mito de Lilith y desarrolla su propia versión de la femme fatale (la película fue prohibida por el régimen nazi en
1933). Sin embargo, su Lola-Lola es aún y apenas una muchacha traviesa, caprichosa, no
más: Rosa Fröhlich no es inevitable
ni alcanza la malicia de los futuros personajes de Marlene Dietrich, aquellos
que se solazan en la tortura psicológica y la humillación de quienes caen a sus
pies, desgraciados: Shangai Lily en El
expreso de Shangai; Amy Jolly en Marruecos;
Marie Kolverer en Fatalidad (cuyo
título original es Dishonored).
El párrafo anterior, sin
embargo, no quiere decir que Lola-Lola sea un personaje menor, sino que su
encanto radica, precisamente, en esa inocencia capaz de hacer pedazos el edificio
moral del puritanismo más inflexible.
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